A veces un trozo de tierra en Grecia adquiere un significado especial, capaz de ponerlo todo en duda y cambiar nuestra percepción del mundo. Es el caso del poeta Yorgos Seferis: dos palabras de la Ilíada de Homero, “Y Asiné”, y una visita a los escasos vestigios de la Acrópolis de la antigua ciudad de Asiné fueron suficientes para hacerle sentir el peso de la historia, el polvo del tiempo, la vanidad del poder y la nostalgia de una vida y de una utopía que a cada instante se nos escapa, y para que compusiera uno de sus más bellos poemas, “El Rey de Asiné”.
El sitio arqueológico de Asiné, situado a 7 km de Nauplia en el Peloponeso, está formado por la Acrópolis -una enorme roca triangular que se alza sobre el mar- et de una segunda colina llamada “Barbuna”. Las investigaciones arqueológicas en la zona nos han revelado la vida y actividad de una ciudad desde el período protoheládico (III milenario a. C.) y durante los períodos micénico, geométrico, arcaico y helenístico. La ciudad fue totalmente destrozada por los Argivos por lo que sus habitantes se vieron forzados a abandonarla. Sin embargo, la ciudad volvió a nacer. Las murallas de la Acrópolis con sus fuertes torres defensivas datan del período helenístico (s.III a. C.) pero fueron reconstruidas en la época bizantina. Las excavaciones en la Ciudadela y en el cementerio micénico fueron iniciadas por una misión arqueológica sueca entre los años 1922-1930 para ser completadas, a partir de 1970, por el Servicio Arqueológico griego y el Instituto arqueológico de Suecia.
Tras dos años de trabajos de reordenación, el recinto acaba de abrir sus puertas al público. Es plenamente accesible a personas con discapacidades, asegurando incluso la circulación en su interior de los vehículos para minusválidos. Además, habrá una audioguía para las personas con discapacidad visual y se dispondrá una sala multimedia donde los visitantes podrán informarse sobre la historia del emplazamiento y de toda la zona. Un puesto de observación, que habían instalado ahí los italianos durante la guerra, será transformado en sala de exposiciones. La exposición actual es de fotografías de la Argólida durante la II Guerra Mundial.
El Rey de Asiné es una invención pura y simple de Seferis. No sabemos nada sobre este Rey, no hay ninguna información histórica, ninguna representación suya. Pero es justamente eso lo que inspira a Seferis, es decir la falta de antiguos vestigios, su desaparición total. Todo lo que queda no es más que las dos palabras de Homero, “Y Asiné”, haciendo referencia a la participación con algunos navíos de la ciudad de Asiné en la guerra de Troya. Sin embargo, Seferis logra reconstruirla con la ayuda del paisaje que permanece igual desde hace milenios y sus fragmentos de historia. ¡Y de repente la verdad de la condición humana es revelada bajo el sol ardiente del verano…!
El rey de Asiné
«Y Asiné…»
Ilíada, II, 560
Todas las mañas bordeamos la acrópolis
primero del lado de la sombra, donde el mar
verde y sin destellos, como un pavor real muerto,
nos acogió bajo un tiempo sin fallas.
Las venas de la roca bajaban de lo alto,
desnudas cepas retorcidas, animadas por
el roce del agua, y el ojo mientras las seguía
luchaba por escapar del vaivén fastidioso
perdiendo fuerza a cada instante.
Del lado del sol una playa abierta, enorme,
y la luz pulía diamantes en las altas murallas.
Ninguna criatura viva, ni siquiera las torcazas,
ni el rey de Asiné, a quien buscamos desde hace dos años,
desconocido, olvidado de todos, también por Homero,
tan solo una palabra -y aún incierta- en la Ilíada,
arrojada allí como una máscara de oro funeraria.
La tocaste, ¿recuerdas su sonido? Hueco en la luz
como tinaja vacía en la tierra excavada;
y el mismo ruido del mar en nuestros remos.
El rey de Asiné un vacío bajo la máscara,
y en todas partes con nosotros,
junto a nosotros siempre bajo un nombre:
«Y Asiné… y Asiné…»
Y sus hijos, estatuas,
y sus anhelos, aletetos de pájaros, y el viento
en el espacio de sus cavilaciones, y sus naves
fondeadas en un puerto invisible;
bajo la máscara, un vacío.
Tras los ojos enormes, los labios curvados, los bucles
en relieve sobre la tapa de oro de nuestra existencia,
un punto oscuro viaja como un pez
en la paz de alta mar y de la aurora, y lo ves:
un vacío que ya no nos abandona más.
Y el pájaro que voló con el ala quebrada,
el invierno pasado, albergue de la vida,
y la joven mujer que partió a jugar
en los colmillos del verano,
y el alma que llorando buscó el averno
y el país como la gran hoja de plátano
que arrastra el torrente del sol
con las ruinas de antaño y la tristeza de hoy.
Y el poeta se retrasa mirando las piedras y preguntándose:
¿acaso existe
entre estas líneas depedazadas, estas crestas, estos picos,
estas puntas convexas, cóncavas?;
¿acaso existe
allá donde se cruzan las rutas de la lluvia, del viento y la erosión?,
¿existe el movimiento del rostro, la silueta de la ternura
de aquellos que extrañamente se fueron borrando de nuestras vidas,
de aquellos que se quedaron, como sombras de olas
y pensamientos en la infinitud del mar?
O quizá no, no queda nada sino tan sólo el peso,
la nostalgia del peso de una existencia viva,
allí donde permanecemos ahora, sin sustancia e inclinándonos
como las ramas del sauce siniestro
apretadas en la larga desesperación
mientras que la corriente amarilla arrastra
lentamente los juncos arrancados del barro,
imagen de un rostro pétreo
con la certeza de una amargura eterna.
El poeta, un vacío.
El sol ascendía, combatía con su escudo
y desde el fondo de la gruta un murciélago asustado
golpeó contra la luz como la flecha en un escudo:
«y Asiné… y Asiné…». ¿No era él, entonces, el rey de Asiné
que con tanto esmero buscamos en esta acrópolis
rozando a veces con nuestros dedos las piedras que él mismo pudo tocar?
Yorgos Seferis, Asiné, verano de 1938-Atenas, enero de 1940
(Versión de Arturo Carrera, sobre la traducción al francés de Jacques Lacarrière)
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