Usted trabaja desde 2008 en la Universidad Abierta Griega como profesora de Literatura Latinoamericana ¿Cuales son las diferencias y las similitudes, según su opinión, entre la mentalidad griega y la latinoamericana?

 
 
Ante todo, no me resulta demasiado sencillo pensar en términos de “mentalidad iberoamericana” (ignoro qué pasa en la zona franco-parlante de América Latina y por eso prefiero remitirme a la zona iberoamericana), así como sería muy difícil definir una “mentalidad europea”. Es verdad que hay una serie de sucesos históricos que produjeron algún grado de homogeneización relativa en Iberoamérica, si se la compara con Europa o Asia; y que de la mano de ellos se dieron, tanto a nivel formal como no formal, una serie de procesos educativos que generaron un cuerpo de similitudes entre los países iberoamericanos, tanto en las prácticas como en el imaginario. Pero también hay distancias profundas entre las idiosincrasias de estos pueblos, lo que salta a la vista solo con recordar las que separan al tango de la rumba.
 
Habida cuenta de esto, y del alto grado de generalización que implica la respuesta a una pregunta de este tenor, valdría tener presente una gran diferencia histórica entre Grecia e Iberoamérica, así como algunas semejanzas también históricas, de importancia no menor, con las que creo han de vincularse las comparaciones que se hagan entre griegos e iberoamericanos.
 
La diferencia histórica más importante está ligada con la respectiva edad. Grecia carga y ostenta –desventaja y privilegio- sus provectos cuatro mil años de historia. La edad de Iberoamérica varía según el criterio con el que se la cuente: doscientos años si pensamos en el momento de la constitución de sus actuales repúblicas, quinientos, si la datamos de la llegada de Colón a tierras de lo que después –y Colón mediante- se convirtió en América; verdad es, por otra parte, que las sociedades maya e inca se remontan a épocas más pretéritas pero, ni existen ya como unidades geopolíticas autónomas ni son más que un componente en la mezcla que constituye Iberoamérica. Como quiera que sea, los iberoamericanos se cuentan entre los jóvenes del planeta, en tanto los griegos pertenecen al grupo de los ancianos sabios. Lo curioso es que la noción de juventud ha hecho carne en Iberoamérica (quizás como resultado de la larga y persistente insistencia europea en considerarlo “Nuevo Continente”) y así, hasta hoy, y a pesar de los avatares de la Post-Modernidad, el iberoamericano tiende, predominantemente, a mirar hacia el futuro, a proyectar y proyectarse; puede no confiar ya en las utopías como confiaba en los años sesenta, pero sigue trabajando por y para ellas. El griego, en cambio, para gran asombro de todos los iberoamericanos, no acaba de asumir su provecta edad –como parece haberla asumido la China- no se decide a mirarse en el espejo y a reconocerse, moderno, bizantino y antiguo a un tiempo; ortodoxo e idólatra conjuntamente; agricultor, ciudadano, consumista y eternamente amante del buen vino. El griego parece sufrir una suerte de complejo de “menor valor” con relación a sus antepasados, sin acabar de ver que tiene en sus gestos y en sus reacciones cotidianas el más valioso tesoro que legara la Antigüedad: presumiblemente los mejores helenistas no son griegos, pero solo los helenos detentan el acervo más preciado, el de la tradición pasada boca a boca y cuerpo a cuerpo. La falta de conciencia de este hecho y la respectiva no explotación de todas las ventajas que comporta es infortunada para los griegos pero también para el conjunto de la humanidad. El iberoamericano, que sabe de lejos que esto es así, admira al griego, lo envidia y aguarda –pacientemente- que se decida a despertar de su largo letargo; que se anime a aventurarse en los senderos que le señalaran Seferis o Kavafis.
 
La historia, por otro lado, reservó al conjunto de las sociedades iberoamericanas y a la griega, igual época para herirles con sus respectivas mayores tragedias e igual período para liberarlas de su flagelo: Constantinopla cae en 1453, Colón llega al Caribe en 1492; en los libros de historia estas son las dos fechas elegidas para situar el inicio de la Modernidad. Es decir, de los comienzos de la consolidación del sistema capitalista y de todo lo bueno y lo malo que ha traído consigo, incluyendo tanto las democracias modernas, como la subordinación de las personas a la máquina o a los caprichos de las finanzas. La Modernidad, los componentes básicos de la vida que hoy vivimos, nacen, pues, de dos grandes tragedias: la americana y la griega; de los largos siglos de cautiverio que padecieron ambos pueblos. Tal coincidencia, nos identifica y nos hermana. Téngase presente, por lo demás, que no se trata de una mera convergencia de fechas: es largo de explicar en este espacio, pero el hecho es que sin el oro de América y sin los manuscritos y el conocimiento de su lengua que los griegos exiliados aportaron a Europa occidental, la historia hubiera tomado un curso muy diferente. Más tarde, en los albores del siglo XlX, algo pasó en el mundo, algo no explicado suficientemente todavía, y así en un mismo impulso libertador, por los mismos años se levantan los iberoamericanos a un lado del Atlántico y los griegos, del otro, en el afán de hacer de su tierra una tierra suya.
 
Así, más allá de la vitalidad y el caos mediterráneos que Grecia pueda compartir con sus vecinos del sur y con Iberoamérica por la fuerte impronta que estos vecinos dejaron por allí, la historia generó una proximidad especial entre griegos e iberoamericanos: una fraternidad en el dolor y en el modo de enfrentarlo; y con ello una similar búsqueda de la dicha. Como Néstor en el canto lX de la Ilíada, en el momento más trágico para los aqueos, cuando parecía que la guerra y las naves se perdían, tanto el iberoamericano como el griego, en las más difíciles y desgraciadas circunstancias responde “Esta noche se decidirá la ruina o la salvación del ejército. (…) Ahora (…) preparemos la cena.” 
 
Su trabajo se focaliza en la incidencia de la cultura griega en la literatura iberoamericana. Esta incidencia se limita sólo a la Odisea y la Ilíada y a la época clasica o tiene más componentes ¿Nos podría esclarecer eso?
 
Lo que hoy los comparatistas llamamos un “diálogo” entre autores, artistas, libros, cuadros, se ha dado, en el caso griego-iberoamericano, fundamentalmente, entre la Antigua Grecia e Iberoamérica. Por una serie de razones las producciones de todas las etapas de la Antigüedad Helénica han sido modélicas para los iberoamericanos. Con la Grecia Moderna existe también un diálogo, pero más débil y fragmentario; es un diálogo entre iguales, entre quienes han padecido similares pesares y luchan -de modos bastante parecidos- por superarlos, cuyo ejemplo más claro es la reunión de las obras de Neruda, Theodorakis, Siqueiros y Diego Rivera en una misma creación artística. Hay muchos acercamientos de este tipo entre ambos pueblos y valdría la pena registrarlos, estudiar el conjunto y, naturalmente, potenciarlos, aunque, me parece, esto se está dando, solito, casi como un resultado natural de la vida.
 
Las predilecciones de los iberoamericanos respecto a los antiguos griegos han variado con el paso del tiempo. En el momento de la constitución de las repúblicas hispanoamericanas los escritores prefirieron a Píndaro pero, Bolívar primero y los filólogos y los educadores luego, orientaron el favor masivo hacia Homero. Cómo y por qué se dio esto me parece una cuestión muy interesante pero, como abundo en ella en Meandros iberoamericanos (un libro que verá la luz a fines de julio) me parece mejor remitir a los lectores al libro, o, en todo caso, a las preguntas que puedan surgir a partir de su publicación. En Brasil, ya en la segunda mitad del siglo XVlll, lo que Machado de Assis llamó “instinto de nacionalidade” se manifestó en los denominados “poetas arcádicos”, en los que la huella homérica se combinó con la de Teócrito. Los tres trágicos áticos, por su parte, fueron muy leídos desde tempranas épocas. Hacia fines del siglo XlX la Filosofía se convirtió en foco de las miradas iberoamericanas, con el predominio de la época clásica, como bien anota usted, y por tanto centrada en Aristóteles, Platón y Sócrates; es sin embargo, curioso observar que los más grandes iberoamericanos tuvieron otras preferencias: Darío, por ejemplo, hizo profesión de fe pitagórica; J. E. Rodó, se adscribió –no obstante su obsesivo eclecticismo- predominantemente a la escuela estoica. Terminada la Gran Guerra (hoy “Primera Guerra Mundial”) los ecos de Hegel y Nietzsche expandieron por el mundo la preferencia por Heráclito, la que fue dominante en Iberoamérica cuando menos hasta los años ochenta; así fueron heraclitanos Carlos Drumond o Guimarães‎ Rosa, sin confesarlo, al tiempo que la ostensión de tal preferencia es la base del quehacer de grandes filósofos-escritores como Leopoldo Zea o escritores-filósofos como J. L. Borges. Las últimas décadas son en el arte iberoamericano, tan post-modernas como en el resto de Occidente –o quieren serlo- y en tal marco todo lo antiguo es elegible –aunque Occidente luche muy desesperada y bastante vanamente por des-aristotelizarse y des-platonizarse- y todo se mezcla. No obstante, falta señalar la presencia más importante, más continua y más proficua de la Antigüedad Griega en las culturas –especialmente en las literaturas- iberoamericanas: la de los mitos. Otro gran tema, respecto al cual solo puedo anotar aquí una frase muy recurrida en los textos homéricos: “mas sobre esto hablaremos otro día”.
 
Como escritora del libro ALGUNAS RECURRENCIAS EN LAS LITERATURAS IBEROAMERICANAS ¿Cómo explica usted el gran impacto de la literatura iberoamericana en Europa?
 
El impacto mayor lo ha tenido la narrativa y por eso voy a dedicar mi respuesta a algunas consideraciones respecto a lo ocurrido con este género.
 
Ante todo me remitiría a un “texto fundador”, un notable estudio de Walter Benjamin titulado “El narrador”. En este ensayo, en 1936, Benjamin diagnosticaba la agonía del arte de narrar y pronosticaba su inminente desaparición. Ligaba esto a la distancia y hasta la asepsia que –en Europa y en las zonas europeizadas del mundo, aunque no lo explicitara- la sociedad burguesa fue poniendo entre los humanos y la muerte, aseverando: “La muerte es la sanción de todo lo que el narrador puede referir y ella es quien le presta autoridad”. Podría sostenerse, que, en efecto, luego de Proust, Kafka y Joyce, la narración europea entró en una suerte de impasse, incapaz de ofrecer mucho a sus lectores. Es justo la época en que los pioneros de lo que luego fue el boom latinoamericano empiezan a publicar relatos muy interesantes. De modo que la explicación más fácil es que en el período que va de la Segunda Guerra Mundial al fin de la Guerra Fría, Europa detentaba una demanda insatisfecha de lectura e Iberoamérica una oferta que sobrepasaba marcadamente los mercados locales.
 
Profundizando un poco más, se puede vincular la tesis de Benjamin con la de Carpentier. Algunos años después, en 1949, el narrador cubano sostenía en el prólogo a El reino de este mundo que los afanes narrativos surrealistas habían fracasado a causa de que los respectivos relatos no lograban convencer a sus lectores de la verosimilitud de sus fantasías; y lo más importante, no podían hacerlo porque el propio escritor no la creía. Y esto, debido a que se trataba de pura imaginería. En cambio, según Carpentier, la realidad iberoamericana estaba poblada de muchas comunidades que creían, que tenían una sólida “fe” en la existencia de hechos que solo podían ser imaginarios para el ojo europeo, como la resurrección de Makandal. Esta “magia” que alentó lo Real Maravilloso y luego el Realismo Mágico y la versión iberoamericana de la Literatura Fantástica, en efecto estuvo ligada a sistemas de creencias diferentes del europeo y por ello en sus novelas y cuentos encontramos personajes y narradores que se creen lo que viven y lo que cuentan; son el componente imprescindible para que el lector pueda sentir ese delicioso placer que las traducciones de los dichos aristotélicos llaman “verosimilitud”. A la vez esa magia está hecha de los ingredientes básicos del mito: resurrección, trascendencia y muerte, siendo esta última la condición necesaria para la existencia de los otros. Este es el punto en que se conectan las tesis de Carpentier y Benjamin: en efecto, en muchas comunidades iberoamericanas la muerte está muy lejos de ser aséptica y hasta es, muchas veces, el aliento que todo lo impregna y da a la vida su sentido. De esta forma -para el europeo que no supo ni sabe que le están contando verdades- los relatos iberoamericanos le han dado el goce de una lectura creíble pero no angustiante, ya que la distancia y la inadvertencia hacen que la coloque en clave de fantasía.
 
 El fenómeno de la recepción europea de las literaturas iberoamericanas tiene, por cierto, muchas otras aristas, tan importantes como las que anoto. Baste, sin embargo, por hoy, lo dicho, como materia de reflexión. 
 
 
 
 

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